martes, 2 de noviembre de 2010

Circle line

Me deprimen los andenes. Personas subiendo y bajando los tres peldaños que separan el vagón del apeadero. Una y otra vez. Cada 7 minutos. Sin necesidad de mirar el cartel de la estación. Como autómatas. La voz metálica anuncia la llegada de otro tren. La gente se levanta y se acerca a las vías. Parece un desfile militar. Todos a la vez, como una legión instruida. Hay una leyenda urbana sobre un psicópata, que empuja a las vias a las personas que esperan en el borde. Cuentos de viejas, pesadillas en las noches de apagones de luz. Ya ninguno de ellos los recuerda. Habrán crecido. Habrán vencido sus fantasmas, sus anhelos, su brillo en los ojos. Ya ni siquiera miran su reflejo en el cristal del tren, temen verse a ellos mismos. Solamente suben y bajan los tres escalones que separan el vagón del apeadero, caminan las escaleras mecánicas y tiquean su billete a la salida de la estación. Se reconocen, pero no se miran. Al dejar una estación, se levantan para bajar en la siguiente, ceden el asiento a una embarazada, sin verla, sin decirle nada. La voz robótica anuncia otra parada. El andén está repleto. Veinte cuerpos uniformados entran en mi vagón. Algunos se sientan, otros se quedan de pie, no se miran, no me miran, suena un silbido y el coche se pone en movimiento. El metro se detiene entre dos paradas. El que leía sigue leyendo, el que dormía sigue durmiendo y el que miraba a través de la ventanilla huye de su reflejo. Se pone otra vez en marcha y se llega a otro muelle de carga. Ya no caben más, pero entran otros diez cadáveres. Se alinean perfectamente con el resto y así, tres paradas más. La voz sigue anunciando lugares y correspondencias. Se bajan y hacen otro transbordo. La línea circular sigue girando por las entrañas de Londres. Es la segunda vez que paso por mi parada, pero aún no estoy preparado para bajarme del vagón.