lunes, 18 de mayo de 2009

Tiene que llover

Era la típica tarde de Agosto en Nábara. Ruth arañaba los últimos hilos de tabaco de su bolsa de Golden Virginia. Mirando la calle vacía, esperaba que una llamada la trajera de vuelta de aquella duermevela de sobremesa. El cielo gris y el bochorno la habían sumido en un dulce sueño, despierta pero inmóvil. Había perdido ya la noción del tiempo que llevaba sentada en aquella vieja butaca de mimbre. Las piernas cruzadas sobre el cojín, el cigarro perfectamente liado en su mano derecha, el cenicero en el reposabrazos y alma de resaca. No podía hacer otra cosa sino seguir liando un cigarro tras otro, estar quieta y hundirse un poco más en las aguas sulfúricas de sus pensamientos. El sopor era insoportable. El aire ardiente y enrarecido le quemaba el pecho. El calor le pegaba la ropa al cuerpo y le hacía zozobrar una y otra vez ¡Tenía que llover!
Miró al cielo de nuevo. Amenazaba un chaparrón que se resistía desde hacía ya varias horas. Las hojas de los árboles estaban quietas y los papeles no corrían por las aceras. Un perro buscaba asilo en un portal y unos pocos conductores huían de aquella polución invisible. Sin darse cuenta, se había ido sumergiendo cada vez más en su asiento con vistas al barrio de La Latina. El cigarro se había consumido en su mano, sin haberle dado apenas unas caladas. Respiró hondo y se levantó desdoblando suavemente las piernas, para asomarse al balcón. Llevaba únicamente un tanga negro y una camiseta de tirantes sin sujetador. Se inclinó hacia fuera, apoyando los codos en la barandilla y la barbilla en la palma de la mano, resultando una imagen distraídamente provocadora. Miró la calle vacía y sintió un lacerante desasosiego. Una ráfaga de pensamiento se le agolpó en su cabeza y tuvo que sentarse de nuevo. Sentía como una angustia seca amenazaba con corromper sus fluidos. Necesitaba una lluvia que aliviara su mente y calmara sus sentidos.
Cogió otra cerveza helada de un cubo con hielo y la frotó contra su pecho. Sus pezones se excitaron, mientras una gota de sudor recorría su mejilla hasta la comisura labial. Abrió el botellín de Mahou con un mechero y apuró la mitad de un trago. Cerró los ojos dejándose arrastrar por una transitoria sensación de plenitud. Se volvió a hundir en el lodo onírico. Durante unos minutos, hasta una corriente refrescante le interrumpió un sueño confuso. Aquel soplo enfrió su cuerpo y despertó su instinto. Entreabrió los ojos para ver los folios volar de su escritorio. Un portazo y trueno lejano terminaron de sacarla del letargo. Se levantó torpemente, desconcertada, y salió de nuevo al balcón, para descubrir que un viento húmedo arrastraba varios carteles calle abajo. Se asomó todo lo que pudo y dejó que aquel hálito se colara por debajo de su camiseta. Cerró de nuevo los ojos, pero esta vez, para dejarse mecer por aquella llamada de la naturaleza. Sus plegarias agnósticas habían sido escuchadas.
Atropelladamente, se puso unos vaqueros y unas sandalias, y bajó a la calle. Empezó a andar sin rumbo, disfrutando de aquella brisa importada. Con aire distraído, cruzó varias calles, siguiendo un camino grabado en otro tiempo en su mente. Las primeras gotas cayeron tímidamente sobre Ruth, dejando sus marcas en la camiseta blanca. Un relámpago atravesó el cielo y se desató, por fin, la tormenta. La lluvia caló todo su cuerpo, pero siguió hasta llegar a una pequeña plaza sin salida. Se paró y permaneció de pie un instante, con el pelo mojado sobre la cara y los pezones perfilando su pecho bajo la camiseta. Se sentó sobre un banco de piedra a esperar. El agua seguía recorriendo sus curvas pero no le importaba. Tenía que llover y, por fin, lo estaba haciendo.
Así permaneció hasta que escampó. Quieta sobre la superficie mojada, temblando por el frío, lejos de cualquier mirada. Lo que hasta entonces era una niebla de pensamientos enlatados se había ido convirtiendo en una secuencia lógica de pensamientos. El sopor había dado paso a un frío penetrante que le erizaba la piel. Sentía una ligereza casi infantil. El aire penetraba en profundas bocanadas que limpiaban el polvo atrapado sus pulmones. Todo parecía más claro. La duda y la zozobra se habían deslizado por aquellos torrentes de inmundicia.
Con paso decidido, Ruth volvió a casa, se quitó la ropa mojada, se sentó de nuevo en su butaca y dejó de esperar.

1 comentario:

Adriana Bañares dijo...

Nacho, no puedo leer un texto tan largo con unas letras tan pequeñas y blancas sobre fondo negro... Cambia el diseño, por favor.