Era domingo y, como cada domingo desde hacía más de veinticinco años, el profesor Alfonso Carrasco madrugó, se puso un traje recién planchado y se dirigió al convento de San Agustín para la misa de seis. Tras la celebración, pasó por la cafetería del Círculo de Bellas Artes, se tomó un café solo y leyó el periódico. Siguió así su rutina semanal y encontró en la sección de anuncios del diario uno que le llamó la atención: "Calzados Luis (del parque del Cerillero de Gijón). Precisan contactar con la señora que compró a su marido unos zapatos del 41 (en color blanco), el 17 de marzo con motivo del Día del Padre. Por asunto de vida o muerte." El profesor leyó el anuncio sin darle mucha importancia. Cuando terminó el café, dejó el periódico en la barra y continuó con su quehacer dominical.
Jimena se levantó al oír la puerta del jardín cerrarse. Bajó a la cocina y disfrutó del silencio de la casa aún a oscuras. Después de un rato inmóvil frente a la chimenea sin encender, preparó café y se sentó en su mecedora al lado de la ventana que daba a la calle mayor. El repartidor llegó puntual a las siete y media. Jimena abrió el diario por la sección de noticias locales. Tardó apenas unos minutos, en golpearse con el anuncio que su marido estaba leyendo en aquel mismo momento. Cerró torpemente el periódico, y se fue al salón a esperar la llegada del profesor.
Aquel mismo domingo Luis se levantó a las seis de la mañana. Después de toda una vida madrugando, era imposible que aquel revisor de tren retirado permaneciera más tiempo en la cama. Desayunó, se afeitó y, cuando dieron las siete y cuarto, bajó a comprar el periódico. De vuelta a casa, lo abrió directamente por la página del anuncio, y no pudo contener las lágrimas al descubrir que, por fin, había sido publicado. Fue corriendo a la habitación y sacó de la cómoda una foto, donde se veía una joven pareja en blanco y negro, posando en una rosaleda. Dio la vuelta a la imagen y leyó la dedicatoria, casi borrada, en la que solo se distinguía la firma: Jimena.
Al día siguiente, Alfonso fue a la ciudad para arreglar algunos asuntos, y se dirigió, con cierta curiosidad, a la zapatería. Entró y preguntó al encargado acerca del texto que había aparecido en el rotativo del día anterior. El trabajador no sabía nada del anuncio, así que el profesor salió de la tienda sin darle mayor importancia y siguió su camino. Luis continuaba esperando en un banco, en la acera de enfrente. Permaneció allí inmóvil hasta que, por fin, cuando las tiendas ya habían cerrado y él estaba a punto de volver a su apartamento, Jimena se paró frente al escaparate de la zapatería. Con el corazón acelerado y las piernas temblorosas, cruzó la calle y se acercó a la mujer. Esta vio el reflejo del hombre acercándose y se giró nerviosa, sabiendo a quién pertenecía aquella figura. Sus ojos se cruzaron y se miraron en silencio. ¡Qué alegría volver a verte, Jimena! , dijo Luis, al cabo de un minuto, y se fue andando calle abajo.
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