Cuando la policía encontró a Ángela abrazada al cuerpo ensangrentado y casi sin vida de Pablo, a quien acababa de apuñalar, y le preguntó por qué lo había hecho, Ángela contestó: “cosas nuestras”. Acariciaba el cuerpo casi inerte de su víctima con ternura, enredando los dedos en su pelo mientras le susurraba al oído su siniestra letanía. “Todo pasó, ya no tienes que preocuparte por nada”, trataba de consolar a su paciente mientras le mecía. Poco pudo hacer el equipo del Samur, cuando llegó al lugar: veinte incisiones profundas, realizadas por un bisturí sin mucho oficio, recorrían su cara y su pecho, seccionando la carótida derecha y desfigurando el rostro. La doctora Jiménez se había abalanzado sobre su víctima, mientras ésta yacía sobre el diván, había concluido finalmente el Inspector Jefe, tras analizar la escena. Un acto rápido y súbito, pero no irreflexivo. No había nada improvisado en aquella muerte. El despacho conservaba aún aquel inquietante orden, donde ningún elemento se había siquiera movido de su sitio. Excepto, claro está, el funesto diván que se había movido algunos centímetros dejando algunas marcas en el parquet. El cadáver había sido ya retirado, resultando un extraño plano fijo donde faltaba el elemento que daba sentido al conjunto. Un sofá de cuero negro manchado donde se intuía una figura humana, un charco de sangre en el suelo sin bordes netos y una pregunta por formular. ¿Qué había llevado a aquella reconocida psiquiatra a asesinar a un paciente durante una sesión? Esa era la pregunta que planeaba sobre todas las cabezas, pensantes o no, de aquella sala. Pero ninguno de los allí presentes estaba dispuesto a malgastar una sola neurona en aquella cuestión. Hacerse esa pregunta no les llevaría a ningún sitio y, paradójicamente, un psiquiatra forense les daría la respuesta en unos días. Ángela pasaría el resto de su vida bajo el influjo de los neurolépticos, paseando y haciendo gimnasia en un patio arbolado. Nadie se preocuparía por saber por qué. Por qué no pudo seguir sentada en su silla escuchando a su ya familiar paciente. Por qué las palabras de aquel “nowhere man” le dinamitaron el alma. Qué puerta se había estado abriendo en las últimas semanas. Cómo se dejó llevar por su paciente por aquellos rincones de la mente, llegando a aquel punto de no retorno.
Finalmente, descubrió que tenía que matar a Pablo para poder seguir.
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