Me acuerdo de que una noche, cuando tenía menos de dos años, estando en una cuna en la habitación de mis padres, me puse a llorar y vi como mi madre encendía la luz de la cocina para traerme un vaso de agua que calmó mi llanto.
Me acuerdo del R18 naranja en el que Rosa me llevaba a clase algunos días después de comer y de que me decía que aparcaba en la calle de al lado porque su padre no le dejaba pasar por la calle de mi colegio.
Me acuerdo de las cabañas que construíamos mis amigos del pueblo y yo: las típicas casas en los árboles, cuevas aprovechando huecos naturales entre las rocas… y la más surrealista de todas, un intento de cabaña subterránea sin terminar de la cual sobrevive un enorme socavón en mitad del bosque.
Me acuerdo de las mañanas de verano en la casa del pueblo, de cómo, mientras mis padres trabajaban en la capital, mis hermanos y yo disfrutábamos de aquellos momentos de libertad en aquel rincón del paraíso.
Me acuerdo de cómo se fue para siempre mi inocencia el quince de julio de mil novecientos noventa y siete a las doce y media de la noche.
Me acuerdo de cómo un verano descubrí a Lola, esa chica que siempre había estado ahí, pero que a partir de entonces se convertiría en mi amor platónico, mi novia, mi obsesión, mi amiga, mi amante, mi novia y mi amiga, pero no ya mi obsesión.
Me acuerdo de las fiestas de San Juan de Soria y las verbenas de las fiestas de los pueblos.
Me acuerdo de los botellones en el castillo en cuarto de ESO, con mis amigos y aquel grupo de chicas con el que íbamos en aquella época.
Me acuerdo de la noche del último examen de junio de mi primer año en la universidad, cuando acabamos en Las Moreras de madrugada y el sol que golpeó al volver a casa y sumiéndome en un estado de desasosiego que no me dejó dormir aquel día.
Me acuerdo de una chica muy especial que conocí hace poco más de una semana.
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