Todo estaba preparado. El cirujano cogió el bisturí frío e hizo una incisión siguiendo la línea alba, esquivando el ombligo. Los bordes del corte rezumaban sangre. Cogió el bisturí eléctrico, coaguló el tejido cutáneo y siguió profundizando a través del tejido adiposo, la fascia muscular y el peritoneo hasta que la laparotomía media estuvo terminada. Separó los extremos, retiró el epiplón mayor y dejó al descubierto el amasijo de asas intestinales grisáceas y brillantes que escondían el tumor. Metió la mano en las entrañas del paciente hasta perderlas de vista y, con sutileza quirúrgica, sacó todo el intestino delgado dejándolo fuera de su cavidad natural, mientras el ayudante levantaba el colon trasverso. En aquel preciso instante, se vio el objetivo de la intervención. Se dejó al descubierto el peritoneo posterior, una fina tela brillante, perlada, que dejaba entrever lo que tapaba. Sobre su superficie lisa, se intuía la tercera porción del duodeno, la cabeza del páncreas, el polo inferior del riñón izquierdo y se sentía el latido de la aorta. Todos estos órganos sobre el tapiz hialino configuraban una imagen de perfección anatómica. Sin embargo, en aquella hermosa pradera quirúrgica había algo que no encajaba. Una masa amorfa, necrótica, hemorrágica, con límites inespecíficos que se localizaba en la línea media a la altura de la cuarta vértebra lumbar. El cirujano la movilizó con sumo cuidado buscando el origen de aquella tumoración infecta. Al traccionarla hacía adelante, dejó al descubierto su cara posterior donde una pequeña pieza de tejido óseo, que simulaba un diente, protuía en la superficie pulsátil de aquella neoformación siniestra. Siguió hurgando en aquel insólito tumor y encontró un pedículo que lo unía al cuerpo y a través de cual se alimentaba. Durante la inspección ocular de aquella aberración de la naturaleza, pudo encontrar además unos pelos que brotaban a escasos centímetros del “diente” así como unas perlas de grasa amarillentas que destacaban sobre aquella superficie gangrenosa. Con “la mano de Dios”, el cirujano digestivo ligó el pedículo y eliminó las adherencias que unían a aquel parásito con el organismo benefactor y, con extrema delicadeza pero sin piedad, sacó aquello sin dejar que una sola gota de sangre cayera sobre el campo quirúrgica, eliminando así la posibilidad de diseminación peritoneal. Dejó la pieza en un frasco de formol y la mandó a analizar al laboratorio de anatomía patológica.
Cuando la pieza le llegó al patólogo, éste no se imaginaba lo que iba a encontrar. Sacó la pieza del bote y la miró con indiferencia. Era una masa sólida, de consistencia dura, de 5x6x6cm, de superficie irregular y color gris pardo. Cogió el bisturí e hizo una primera incisión de un centímetro por la cual empezó a brotar un líquido serohemático. Terminó de abrir la cápsula externa para descubrir que el interior del tumor estaba perfectamente formado. Una vez eliminados los restos de sangre, consecuencia de una malformación vascular, vio que había distintos tipos de tejido perfectamente distinguibles. Era una hamartoma, un tumor heterogéneo formados por distitos tipos de células. Había fibras musculares que aún conservaban cierta contractibilidad postmortem, una pieza de grasa igual que las que se extraen en las liposucciones, varios fragmentos óseos que recordaban pequeños huesos, un cartílago indistinguible de los utilizados como injerto en cirugía ortopédica… Todo estaba bien. Excluyendo una vascularización deficiente causante de focos de necrosis y sangrado, los tejidos no tenían nada de patológico. Simplemente, no estaban donde debían. En algún momento de la vida intrauterina, en algún proceso de migración celular, unos tejidos primigenios no fueron a parar donde debían. Células destinadas a formar piel, hueso y otras estructuras cayeron en el abdomen donde comenzaron un desarrollo condenado al fracaso desde su concepción. Porque no recibieron la señal correcta o porque no respondieron a ella. Se separaron de los demás tejidos y vagaron durante el desarrollo embrionario hasta llegar a un rincón que les aceptara. Un hueco donde intentar desarrollarse como Dios manda. Pero no se les iba a dejar. Se le iba a castigar por aquella insolencia e iban a producir un cuadro anémico que obligara a su extirpación. Simplemente, porque no estaban donde debían.
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